domingo, 8 de noviembre de 2020

mi cuerpo.

 Cuando algo te pesa y lo contás, a

 

veces deja de ser tan tuyo. Salió. Ya no pesa tanto.

Y está bueno. Acá voy.

Mi cuerpo.

Tenía 13 años cuando fui por primera vez a una nutricionista. Maldita edad. Todo cambia. Y bien qué cuesta entender que las cosas en sí, cambian. La vida empieza a mutar y aquello que no cambia no se transforma, no crece. Parece algo lógico y común. Pero a esa edad, no hay mucha lógica.

Asumo que desde chica nunca tuve una buena relación con mi cuerpo. A decir verdad, tuve una muy mala relación. Hostil. Y llegados los 13 años, el vínculo que mantenía era más intenso. Lo que me había molestado de mi cuerpo antes, a esa edad me molestaba el triple.

Practiqué vóley, natación, hockey y danza en el afán de hacer actividades recreativas y “sentirme mejor”. Si bien lo hacían, me ayudaban mucho a generar grupos de amigos, mantener en funcionamiento mi cuerpo, etc.; tomaron otro rumbo más adelante.

A los 13 años, sos prácticamente una “esponja” y yo estaba entrando en la adolescencia. Al principio el deporte, era solo eso, deporte.

Las cosas empezaron a cambiar cuando decidí, inconscientemente, prestarle atención a las “chicas” que hacían deporte conmigo. Sí. Como escuchaste. “Bienvenidas comparaciones a una mente esponja adolescente”.

Todas eran, según el estereotipo de belleza social de ese entonces (y creo que aún hoy continúa, por suerte cada vez menos), “flacas”,” pelo largo” y por ende “lindas”. ¡Sí! quién actualmente no esté cegado por ese estereotipo social de belleza que levante la mano ! (espero que sean muchos).

Lo que había empezado como una actividad recreativa, se terminó convirtiendo en una jaula de comparaciones con el cuerpo de las demás.

Paralelamente iba al club en verano. Nunca me animé a juntarme con el grupo de chicas “populares”. No sé QUÉ las volvía populares, calculo que en mi mente ocupaban ese puesto por que tenían todo lo que a mí me hubiese gustado tener. Un buen cuerpo o mejor dicho, una buena relación con el cuerpo, novios, grupos grandes de amigos, bla, bla , bla. La lista puede ser interminable. Apariencias. Sí, lo sé, pero bueno hacía lo que podía con 13 años.

Fuí mucho tiempo al club con mi familia. Íbamos a pasar los Domingos juntos y nos instalábamos cada verano en ese camping. El plan era almorzar y luego quedarnos bajo el sol, en el agua, tomando mates y charlando cada uno con su “grupo”. Mi mamá tenía su amiga, mi papá los de él y nosotras, nosotras no teníamos muchos amigos reales en ese entonces.

La llegada y el almuerzo, no me costaban. Pero cuando llegaba la hora de ir al agua, ya empezaba mi mal genio. Me costaba horrores meterme a la pileta. Gente por doquier, miradas, jóvenes, juicios, comparaciones, todo eso significaba para mi “entrar al agua”.

Estratégicamente buscábamos lugar con mi hermana. Siempre detrás de un puente que atravesaba a lo largo la pileta. Nadie te veía. Si ese lugar estaba ocupado, teníamos que planear nuevamente dónde ubicarnos o directamente no nos metíamos al agua.

Me acuerdo lo bien que me ponían los días fríos o nublados. Nadie estaba en el agua. Solo mi hermana y yo.

Sí, me daba muchísima vergüenza sacarme la ropa y quedarme en malla cuando había gente.

Dejé de hacer muchas cosas por vergüenza, por temor a que me miren mal, a que me digan que era gorda o por miedo a no ser aceptada. ¿Aceptada por quién? No sé.

Ir a comprarme una malla, era todo un tema. Tenía demasiado busto para mi edad y pesaba mucho más de lo que debería pesar a los 13 años según mi altura.

Cada enero con mi mamá y mi hermana, íbamos a comprar trajes de baño. Recuerdo salir llorando infinitas veces de las casas de ropa. La mayoría no me entraban, me miraba al espejo y no me gustaba y no sabía qué hacer para ser flaca y poder estar en un grupo de amigos sin sentir molestias con el cuerpo. Claramente identificaba ese denominador común en los grupos, y lo quería seguir.

Así transcurrió gran parte mi adolescencia. No disfrutaba los Domingos en el club, ni tampoco ir a los cumpleaños de 15. La ropa, el cuerpo, las malditas apariencias me estaban dejando sin ganas de nada.

A los 17 años crecí y por ende mi cuerpo se transformó. Los pantalones comenzaron a entrarme, ya no tenía más ortodoncia ni tampoco granitos en la cara. Y ahí, sólo ahí, empecé a “querer” mi cuerpo.

Empecé a salir con chicos, empecé a disfrutar más de ir a una pileta, hacer deporte, salir. Pareciera como que necesitaba sentirme bien con mi cuerpo, para poder hacer el resto de las cosas. Seguir viaje.

¿Llegar al extremo de dejar de hacer cosas hasta que te “sientas bien con tu cuerpo”? ¿Tanta atención le puse?

Nunca me sentí plena con mi cuerpo. Ni cuando pesaba más, ni tampoco cuando pesaba menos. Parecía como que siempre algo encontraba para quejarme o frustrarme.

¿Caminar en malla? Jamás-

Visité varias nutricionistas y el momento de pesarme era un bajón. Porque yo sabía que después de esa balanza me iba a poner bien o me iba a poner muy mal. Y convengamos que las nutricionistas a veces no son muy sutiles que digamos. La cultura de la alimentación es un tema aparte. Pero yo escuché mucho “eso está prohibido”, “estás a tantos Kgs de tu peso”, “has engordado”, “estás gorda” y así, MILES.

Terminaba abandonando cualquier nutricionista. Y peleándome con mi cuerpo nuevamente.

El metabolismo que tenes a los 17 o 18 no es el mismo que tenes a los 29. En ese entonces, como todo había cambiado, incluso mi metabolismo, disfrutaba de poder comer hasta explotar y después cuidarme dos o tres días y todo parecía funcionar. Los pantalones me seguían entrando y la idea de que estaba gorda me duraba dos días. Maldita cultura gordo-fóbica.

Con el tiempo mi metabolismo volvió a reubicarse y sumado a eso me descubrieron hipotiroidismo.

De alguna forma, debía empezar otra vez a “pensar” en mi cuerpo. Ya no podía comer hasta explotar, salir, tomar y volver a comer otra panzada antes de acostarme a dormir. Los pantalones a veces me entraban y a veces no.

Empecé a obsesionarme con cuidarme. El cuerpo, otra vez, tomaba control de mis emociones.

Así fueron pasando los años y fuí naturalizando muchas conductas que hoy cuestiono e intento desprender por completo.

Los Domingos comía como si nada me saciara. No importaba qué, cada media hora algo comía. Maní, helado, tutucas, fruta, etc.

El Lunes ya estaba tan cargada de culpa, que comía frutas y jugos de jengibre todo el día y así intentaba equilibrar esos episodios anteriores.

Cuando ésto me pasaba, me daba vergüenza que los otros me vieran comer en esa cantidad. Generalmente estaba sola, viendo alguna película y me servía una y otra vez, aun no sintiendo hambre.

Nunca me animé a vomitar después de comer así. Le tengo muchísimo miedo a la bulimia, me veo de alguna forma incapaz de poder hacerlo.

Sin embargo, mi conducta empezó a repetirse. Con baja frecuencia, pero repetirse al fin.

Comer excesivamente sin escuchar a mi cuerpo, sentirme culpable y avergonzada por las cantidades exageradas que ingerí y cuidarme excesivamente al día siguiente del episodio. Así, una y otra vez.

Nadie me había advertido, que eso tiene un nombre “Trastorno por atracón”

Salir se empezó a volver un poco tedioso. ”¿Qué voy a comer?" "¿Qué me pongo?" " Todo me ajusta y quiero ir cómoda". “Y si me pongo algo suelto, voy a creer que estoy flaca y voy a comer demás. Pero si me pongo el jean que me ajusta, es un recordatorio permanente que estoy haciendo las cosas mal”.

¡Guau! ¿qué castigo no? Recordarme permanentemente que no acepto mi cuerpo, que no me gusta y que, si puedo marcar o reforzar ese sentimiento de disgusto, lo voy a hacer.

A medida que escribo todo va teniendo un sentido. Voy concientizando todo lo que me hice. Lo mal que me traté.

Cómo cuesta a veces, comprender los actos de desamor que tenemos con nosotros mismos. Si supiéramos cuántas batallas lucha cada uno, no nos trataríamos tan mal.

Comencé a leer sobre los diferentes trastornos alimenticios que existen y me contacté con un terapeuta especialista en ello. Lo que tuve fueron “trastornos alimenticios por atracón de baja frecuencia”.

Lo más curioso de todo es que ahora el cuerpo pasó a un segundo plano. Y el tema a trabajar en terapia es completamente otro.

Tapé tantas cosas, con tantas otras que no hacían más que dañarme. La comida ocupaba el espacio de las palabras. Como tantas otras cosas que ocupan lugares que no tienen que ocupar. Y veo que es tan común eso. Tan usual. Comida en lugar de palabras, alcohol en lugar de sentimientos, y la lista y las asociaciones son interminables.

Tragué comida y tragué sentimientos.

Deposité dudas y expectativas en lo más efímero que tengo, el cuerpo.

Amarme, respetarme, elegirme es un acto voluntario de todos los días.

La vida está pasando. Está pasándome. Independientemente de mi altura, mi busto, mi peso. La vida es otra cosa.

Que la busquemos en otros lados, es cuestión de nosotros.

Cada uno sabe bien por dónde pasa.

Solo vas a saberlo si te CUESTIONAS.