Era un día de Enero. 2019. Medio Oriente. Un colectivo, con 40
personas de toda la Argentina y yo. 41. Próximo destino:
Mar Muerto.
El colectivo estaba exaltado. Toallas. Mochilas. Lentes de sol. Cámaras
de foto. Gorras. Pareciera que ya todos estaban en sus marcas, para dar el “listos ya”. La foto con el diario panza arriba en el mar y la selfie inevitable del cuerpo cubierto con barro.
Yo estaba en la fila número cinco del bus y la idea que me
estaba aplastando era ¿cómo entro al mar en malla sin que el resto me vea? Si,
literalmente mi mente estaba paseando exactamente en ese lugar.
Cuatro horas desde Netanya hasta el Mar Muerto. Cuatro horas
pensando que mostrarme en malla, de alguna forma era desnudarme. Era mostrarme completamente
imperfecta y vulnerable. De alguna manera, habilitaría al resto a “dañarme”. Significaría
mostrar mis miedos, darle rienda suelta a la habladuría, a la imaginación y a
los juicios. Es increíble cuánto puede cargar el cuerpo ¿no?
¿Por qué será que nos da
tanto miedo mostrarnos desnudos? ¿Por qué a veces me cuesta tanto expresarme?
Contarte qué siento, desatarme. ¿Sigue siendo mío eso que dije?
Llegamos. Todos prepararon sus toallas y a correr en ojotas a la
orilla.
Analicé mil y una manera para bajarme de ese colectivo sin que
nadie me viera, pasando lo más desapercibida posible. Dudé de diez veces, nueve
en meterme o no.
Pero hubo una milésima de segundo, donde tragué, miré el cielo y
me dije:
“Si no haces esto ahora, probablemente no lo hagas nunca más en tu
vida”.
Y casi que, por inercia, me saqué la toalla y caminé a la orilla.
El agua empezó a mojarme los tobillos. Hacía frío, mucho. Estaba nublado. Y yo
solo miré al horizonte. ¿Por qué será que cuando tengo miedo, solo miro
adelante? Supongo que es bueno ¿no?
El horizonte tiene eso,
no podes no
mirarlo. Está ahí. Impoluto. Quieto, pero tan lejos. Te lleva a mirarlo.
Pasame. Dame
tiempo. Estoy bien.
Solo me concentré en eso. La línea perfecta y finita que estaba a
miles de kilómetros míos. El agua empezó a subir y sin creerlo, ya estaba dentro.
Me recliné, panza arriba, pies afuera y a flotar.
Miré al cielo y ...
¡Guau! así se ve el cielo desde el Mar
Muerto Lara.
Dejé la armadura. Ese disfraz insólito de lo que parezco ser.
Ese
traje que yo misma me puse.
Y ahí
estaba, desnuda, vulnerable, temerosa. Las 40 personas, eran mil doscientas
cuando entré, pero ahí, en ese momento estaba yo. Yo sola, no había nadie.
El
mar, la sal y yo.
Me llevó mucho tiempo darme cuenta de los miedos que aquella vez
solté.
Se fundieron en sal.
Y hoy, hoy nadie los
quiere. Se lavaron con el agua.
Y los dejé
irse.
En la medida
que dejo ir los miedos y me reconozco vulnerable,
me
estoy aceptando.
Y una vez que me acepte,
nada absolutamente
nada,
me lastima.
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